viernes, 8 de mayo de 2009

BARRIO DEL ALBAICIN.

Allí todo fue mirar, no había mucho más que hacer. Mirar por las ventanas con disimulo, asomarse por los callejones, saborear la visión maravillosa de sus placillas, saludar a vecinos, perros y gatos, contemplar el micromundo cotidiano de esta maraña de callejuelas empedradas y casas blancas en las que todo el que pasa se imagina viviendo.Fue tan grande el flechazo, que tenía tres semanas para viajar por España y acabé quedándome allí el resto del tiempo. En el mapa no parecía tan grande y enredado, pero acabó convirtiéndose en todo un universo sin principio ni fin. Di tantísimas vueltas sin rumbo, tan sólo con la certeza de que si iba cuesta abajo llegaba al centro de la ciudad, y si subía seguiría perdiéndome un poquito más y tratando de recordar si ya pasé por allí o era aquella la primera vez. Es un barrio con la historia remontada al érase una vez, primero los romanos, luego los visigodos y finalmente los árabes se asentaron en él. El rey Almanzor Abu Mozni, decidió implantar su corte en el Albayzín, y más tarde aquel esplendor brilló aún más con la dinastía nazarita con la que se multiplicaron jardines y palacetes donde se instalaron las familias de mas abolengo. Llegó a contar con más de 30 mezquitas, manteniendo desde siempre su aspecto actual.Tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, el barrio fue desdeñado al relacionarlo con el barrio donde vivían o vivieron los moros. Entonces las Mezquitas se convirtieron en Iglesias, aunque todavía quedan pequeños vestigios de la religión precedente, como el atrio de la Iglesia del Salvador, el mihrab junto a la iglesia de San José, o varias casas moriscas que aún se mantienen en pie. En el Albaicín hubo gran cantidad de industrias: cuero, telares, tintes, artesanía, que desaparecieron en su mayoría tras las expulsión de los moriscos en 1568.Quisiera recordar, ya de regreso en mi Lima natal, cada uno de los rincones que me han dado esa extraña sensación de melancolía y fascinación repentina por algún lugar, ese sentirte de allí con sólo pasar y sin saber muy bien por qué.Empezaría por el mirador de San Nicolás, y su ambientillo de guitarras y piernas colgando del muro desde el que todo se ve. (Para comer o cenar siempre en el Kiki, con una buena jarra de tinto de verano sobre el mantel de papel, que acabará lleno de lamparones de todas las tapas que han pasado por él). Además Plaza Larga, en lo alto del Barrio, donde sirven los mejores caracoles picantes, y la de los Carvajales, tan difícil de encontrar pero tan bonita y esa Alhambra toda entera para quien la mira desde allí.Seguiría con el embrujo del Carmen de La Victoria, donde los conciertos de flamenco cobran el sabor de lo irrepetible, y el de Los Mártires, una joya arquitetónica con preciosos jardines e impresionante panorámica sobre la ciudad y la Sierra.Las Cuevas del Sacromonte son para la noche. Por la mañana los ambientes gitanos provocan recelo en algunos, pero por la noche todo el mundo acaba en ellos. Sobre todo en el El Niño de la Almendra, por supuesto hasta el amanecer.El Cebolla Palas, con sus dos palas de la playa colgadas de la puerta y el viejecillo sirviendo quintos a toda máquina, el bar más barato de toda Granada, más auténtico, más cutre, a los pies de la cuesta Alhacaba. Las teterías escondidas que nadie sabría explicar dónde están pero a las que siempre acabas llegando como por arte de magia.La plaza de San Miguel, otro pequeño paraíso popular en la cumbre del barrio, lleno de terrazas que se mezclan con las mesas de los vecinos que salen al atardecer a tomar el fresco.El ambientazo bullicioso de las teterías de abajo, y al final de la calle el 22, para la cerveza llamada del agustico, viendo a la gente subir y bajar, a los turistas, a los hippies, a los gitanos, a las abuelas subiendo despacito con la compra...

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